Al abordar la idea de personalidad frente a territorialidad nos encontramos como se suceden los lamentos por la larga enfermedad crónica del reino de la Igualdad y el crecimiento progresivo del de la fraternidad.
Y es que el principio de personalidad, intuitivamente, agrede a la base de ética pública que sostiene el precario edificio político de Occidente & Co., los derechos humanos; esto es, la idea de universalismo igualitario (formal y material) que lega el cristianismo al proyecto ilustrado.
Pero a poco que profundicemos nos damos cuenta de que la intuición se equivoca. El principal problema de la modernidad es que asume implícitamente que existen determinados fines (que algunos llaman racionales) que son no sólo moral y políticamente buenos, sino que además son los únicos permisibles; a nivel teórico, este conjunto de fines permitirían, al iluminar las mentes de cada ser humano, erradicar el conflicto de la vida pública.
Esta idea «moderna» fue roturada, no por la «posmodernidad» (mero onanismo intelectualoide) sino por lo que en el futuro recordaremos como «explosión social de la diversidad» (es decir, TICs + aumento de la población urbana). Por eso, si convenimos que no todos los fines permisibles tienden a una Arcadia feliz y utópica, sino que muchos de ellos nos avocan al conflicto, pronto veremos claro que la única forma de ser iguales es siendo diferentes.
Esto es en esencia el «principio de personalidad» en el siglo XXI, no un execrable revival aristocrático, sino más bien un reconocimiento de la autonomía del individuo para gobernar su vida. De hecho, puede ser la única frma de que gobernemos nuestra vida y de que no nos la gobiernen otros.